Cada cierto tiempo, nos llegan noticias de cómo la deforestación e incendios devastan miles y miles de hectáreas de la selva amazónica. Curiosamente, con la llegada de la pandemia el año pasado, hablábamos de que, simbólicamente, el mundo había parado.

Sin embargo, este año hemos sido testigos de cómo fueron devastados durante ese periodo más de 4 millones de hectáreas de bosques tropicales primarios.

Un alza del 12% respecto a 2019, según el informe anual Global Forest Watch, que a su vez se traduce en las emisiones anuales de 570 millones de autos.

Para graficar, eso es más del doble de los vehículos que circulan en Estados Unidos.

Siendo una de las regiones más ricas de biodiversidad y una fuente imprescindible de oxígeno para el mundo, estamos sintiendo el efecto búmeran luego de décadas de despreocupación por la naturaleza: un territorio que alguna vez fue un potente sumidero de dióxido de carbono, de a poco comienza a emitir más CO2 del que es capaz de absorber.

Frente a ese escenario, parece delirante pensar que se sigan aprobando proyectos mineros en zonas que no solo ponen en jaque la supervivencia del Amazonas, sino el futuro del planeta, por poner un ejemplo.

Y, para bien o para mal, la selva amazónica no es de Brasil ni de los países por donde se extiende, al contrario, su preservación es obligación de todos quienes habitamos este mundo y eso es algo que debemos entender para que tal vez así logremos aumentar la conciencia colectiva.

Lo que antiguamente llamábamos el pulmón verde, hoy necesita un respiro. No esperemos que actúen los líderes.

Avancemos unidos y de forma decisiva. Los alcances son mundiales y así como ya llegó el cambio climático, es hora de que respetamos la vida en todas sus dimensiones.

Somos constructores del siglo XXI y es nuestro deber y también un acto de empatía y solidaridad humana, crear un mundo más bonito y seguro para las futuras generaciones.

Sabina Zaffora,

Gerente de Sustentabilidad Natura Hispanoamérica