Javier Agüero Águila
Director Departamento de Filosofía
Universidad católica del Maule
El delegado presidencial para la Macrozona Sur, Pablo Urquiza, sostuvo, en un medio de comunicación, lo siguiente: “Yo pregunto si ante organizaciones terroristas como estas que tienen más de 40 individuos con fusiles de guerra, la pregunta es, ¿en verdad creemos que tenemos que dialogar?”.
El objetivo de esta columna no es apologizar la violencia ni defender lo que no es necesario ser defendido puesto que la historia misma indica quienes son los usurpadores y quienes los usurpados.
Podemos cuestionar, siempre se puede cuestionar, los medios que en un conflicto de esta naturaleza pueden ser utilizados y que permiten la consolidación de un ecosistema de violencia; el que está muy lejos de solucionarse con las políticas que el Estado chileno, desde la más temprana colonia hasta nuestros días, ha desplegado para enfrentar el “problema” en el Wallmapu.
Lo que nos interesa, es la frase del delgado y cómo su sintaxis se construye a partir de la repetición de estereotipos, sensacionalismo y desconocimiento de la realidad histórica y cultural del pueblo Mapuche, así como el marco político-interpretativo desde el cual el Estado chileno aborda este conflicto. Todo lo anterior desarrollado de manera muy breve y general, tanto como lo permite una columna de opinión.
En el libro Lenguaje, poder e identidad (2004) la filósofa judío-estadounidense Judith Butler sostiene que: “El lenguaje preserva el cuerpo, pero no de una manera literal trayéndolo a la vida o alimentándolo, más bien una cierta existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en términos de lenguaje”. Esta cita nos precisa que un cuerpo para ser reconocido socialmente debe, imperativamente, ser objeto de un lenguaje que lo impacte y frente al cual el cuerpo responda; un cuerpo no puede ingresar al mundo si no es referido desde un habla que lo invoque y, entonces, lo haga “accesible”, identificable y, en consecuencia, monitoreable, gestionable, definitivamente nominado y por lo tanto sujeto de violencia política. Butler continúa señalando que esta acción no “descubre al cuerpo, sino que lo constituye fundamentalmente” (Ibid). Entonces, las preguntas que nos surgen en esta dirección son: ¿sabe el delegado, poco probable, que al decir “terroristas” está imprimiendo, en aquellos cuerpos rotulados como tales, una marca de largo alcance y que amplifica con su retórica al voleo, de manera significativa, el perímetro de la discriminación y la estigmatización? ¿es capaz el Estado de darse cuenta de que en cada una de las palabras que arroja contra los “mapuches violentistas armados” está construyendo un imaginario de violencia en la que la Nación Mapuche entera es configurada como terrorista?
El fenómeno es idéntico a lo que pasa en Europa con la islamofobia, en el que todo/a musulmán/a es terrorista por el solo de hecho de ser lectores/as del Corán o por usar el hiyab, calcificando, con esta generalización deformada, discursos xenófobos y de odio que no son más que caldo de cultivo para la violencia.
Sabemos desde hace mucho que las palabras crean realidad, es decir los símbolos cristalizan contextos específicos, unos y no otros. El punto es que tras toda esta retórica lo que despunta, se cree, es una clara intención estratégica del gobierno de Sebastián Piñera por reconciliarse con una extrema derecha que al día de hoy vive su primavera más florida con Kast, y a la que debe, cuando menos, hacer gestos para evitar que se cuadren con la acusación constitucional.
En este sentido el conflicto en el Wallmapu deja de ser un “problema” puramente histórico, de justicia y reposición de todo lo que a la Nación Mapuche se le ha usurpado por siglos, pasando a ser nada más que una cortina de humo –tóxico– que desactiva el real problema que atraviesa la denominada Macrozana sur, a saber: el de la devolución histórica de los territorios arbitrariamente quitados al pueblo Mapuche y al reconocimiento del mismo como una Nación autodeterminada.
Al negarse al diálogo con “terroristas”, además, el delegado ignora, en su áspera –siendo amables– concepción de la historia, que los habitantes del Wallmapu son poseedores de una larga tradición parlamentarista. Instituciones tales como los koyang, donde los principales loncos se reunían para debatir asuntos propios de los diferentes clanes eran extensivos, a su vez, a espacios de negociación con los mismos españoles –48 parlamentos, o encuentros diplomáticos celebrados entre 1593 y 1803 (Zavala, 2015) –. Estos últimos aprovecharon estos espacios para introducir pugnas entre los propios clanes y desarticular vías de defensa común frente a los invasores.
¿Es posible que el diálogo sea el camino cuando una autoridad del Estado invoca un lenguaje degradante, violento y lato en relación a la Nación Mapuche en su totalidad?
Y la pregunta frecuente: ¿puede la violencia combatirse con más violencia, es decir militarizando una zona completa bajo la amenaza de que un ejército formal, profesional y provisto de todo tipo de armamentos se enfrente a 40 comuneros que, aunque probablemente armados, no poseen más que la justica histórica como defensa fundamental?
Wallmapu, según la traducción castellana, significa “territorio circundante”, es decir no lineal ni estático, sino que una tierra que circunvala y rodea el habitar, el existir; en definitivas cuentas una tierra nómade y enormemente significativa que se vincula con el “ser” mapuche, si es que se nos permite recurrir a la metafísica para intentar una comprensión occidentalizada de algo que, sin duda, jamás lograremos explicar y que solo encuentra sentido al interior de una cultura regada de símbolos, lirismo, naturaleza y profundamente contemplativa.
Los mapuches no son terroristas y el puñado de comuneros armados no son más que la expresión de un Estado que durante 5 siglos no ha alcanzado a trepar ni siquiera el primer peldaño de una historia que ha intentado ser manipulada y plagiada.
Sin embargo, y más allá de que con una potencial llegada de la ultraderecha al poder el pueblo Mapuche se vea reflejado, nuevamente, en el espejo del racismo y la segregación, la memoria es una, la justa memoria (Ricoeur) es una, y no hay metralla ni articulación fascista que pueda sumergirla.