La conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado me ha hecho revivir esa fecha y lo que vino después. Las emociones volvieron a aflorar: tristeza, miedo, impotencia e indignación y frustración.

Es difícil compartir las emociones con las demás personas, incluso con las más cercanas. Ahora puedo entender y acoger a aquellas personas que habiendo vivido hechos trágicos y dolorosos no los puedan compartir con su entorno. Quizás ésta sea una de las razones de porqué la historia se vuelve a repetir una y otra vez y de ahí la importancia de la memoria.

En el año 1971, como estudiante, a los diecisiete años, hice el servicio militar en el Regimiento Buin. En ese período aprendí de la cultura y la doctrina militar. Era un ejército constitucionalista que se reafirmaba en el juramento a la bandera, máximo símbolo patrio: “cumplir con mis deberes y obligaciones militares conforme a las leyes y reglamentos vigentes”. Dejó de serlo el 11 de septiembre de 1973.

Aprendí que el ejército nos preparaba para la guerra y nos convocaba a: “servir fielmente a mi patria ya sea en aire, mar, tierra o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuera necesario”. No había espacio para el discernimiento porque se juraba: “obedecer, con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores”. Se nos inculcaba que era la vida propia o la del enemigo. En guerra había que atacar y destruir a quien estuviera al frente.

De mi corta experiencia del servicio militar supe que nada bueno podía salir del golpe. El día 11 de septiembre de 1973 quedó grabado en mi memoria con detalles de los acontecimientos y de las emociones que fui sintiendo en el transcurso de las horas.

Escuché con tristeza las últimas palabras del presidente Allende transmitidas por la única radio que aún no había sido silenciada; sentí miedo al escuchar que la Junta de Gobierno había declarado la guerra al pueblo de Chile; impotencia e indignación al reconocer que nada se podía hacer para evitar la masacre; y frustración porque un programa de gobierno que buscaba dignificar a las personas quedaba truncado.

No fui una víctima de violación de mis derechos humanos, pero si fui víctima del quiebre del estado de derecho. Sí fui víctima de la arbitrariedad de quienes ostentaban el poder por lo que, hasta el día de hoy, me revelo ante toda conducta “micro abusos de poder”, tan arraigada en nuestra cultura y ordenamiento social. Basta recordar el dicho popular: “quien no abusa del poder no tiene autoridad”.

Cincuenta años después volvieron a aflorar esas emociones. No sólo como una abstracción intelectual, sino que también desde las entrañas. Una memoria personal que comparto en esta columna como una pequeña contribución a las generaciones más jóvenes que no vivieron los acontecimientos de la dictadura.

Marcelo Trivelli

Fundación Semilla